H abía una vez, en un lugar no muy lejano, un reino dónde todos los habitantes vivían felices afanándose en sus quehaceres diarios. Ese reino, como todos los reinos, era gobernado por un justo Rey y una sabia Reina, los cuáles impartían la ley del modo más justo que se conocía hasta entonces. Los Reyes eran famosos por ser honrados, clementes y valientes, y su linaje era el más puro de los linajes de caballeros valerosos, los cuáles tenían una muy antigua tradición, en la que el primer vástago varón de sangre real debía heredar todo el conocimiento adquirido por años de experiencias en batallas que, gradualmente, se encargaría de transmitírselo su padre. Pasaron los años y los Reyes tuvieron dos preciosos hijos, un varón llamado Samuel, y la más pequeña y hermosa princesita llamada Irene. Todo era felicidad en el reino, parecía que la tradición seguiría constante su rumbo, y el tiempo incansable seguía pasando. Los niños crecían sanos y fuertes, pero había algo de lo que no se