De lazos afilados y espadas de tul


Había una vez, en un lugar no muy lejano, un reino dónde todos los habitantes vivían felices afanándose en sus quehaceres diarios. Ese reino, como  todos los reinos, era gobernado por un justo Rey y una sabia Reina, los cuáles impartían la ley del modo más justo que se conocía hasta entonces. Los Reyes eran famosos por ser honrados, clementes y valientes, y su linaje era el más puro de los linajes de caballeros valerosos, los cuáles tenían una muy antigua tradición, en la que el primer vástago varón de sangre real debía heredar todo el conocimiento adquirido por años de experiencias en batallas que, gradualmente, se encargaría de transmitírselo su padre.
Pasaron los años y los Reyes tuvieron dos preciosos hijos, un varón llamado Samuel, y la más pequeña y hermosa princesita  llamada Irene. Todo era felicidad en el reino, parecía que la tradición seguiría constante su rumbo, y el tiempo incansable seguía pasando.
Los niños crecían sanos y fuertes, pero había algo de lo que no se dejaba de murmurar por cada esquina, cada rincón y cada plaza de aquel pequeño poblado, los niños eran distintos a todos los demás. .y eso era algo que provocaba gran intranquilidad a los aldeanos.
Los Reyes que eran sabios e inteligentes, también veían que algo se salía de sus planes, y eso les preocupaba terriblemente.
 Mientras, ajenos a las miradas atentas de los adultos, Samuel e Irene jugaban juntos como cada día a príncipes y princesas, con armaduras y espadas, y telas y tules, sólo que quien llevaba las coronas y las sedas era Samuel, el cuál las vestía con orgullo haciéndose llamar por todos sus lacayos princesa, y claro está ahí teníamos a la valiente y fuerte Irene que incansable practicaba una y otra vez con gran destreza y arraigo las técnicas, que sin ningún éxito, veía como impartía su padre a su hermano mayor.
Los príncipes poco a poco se hacían adultos y, aquellos juegos creídos inocentes forjaron las vidas de estos, siendo tan arraigados a ellos como la sangre azul que corría por sus venas. Una noche, los Reyes, hartos de aparentar y disimular decidieron por fin encarar el asunto para darle una solución. Largas horas de debate bajo las velas de aquella majestuosa sala, precedieron antes de tomar la decisión que cambiaría para siempre el transcurso de sus vidas y las de las generaciones venideras, alterando para siempre una tradición milenaria.
Al día siguiente se reunieron con sus hijos, y con mirada serena y el amor presente en cada palabra que se escuchaba en aquella habitación, les explicaron:
-"hijos míos, sabemos vuestro sufrimiento y sabemos bien lo que deseáis y quienes sois. Sois los mejores hijos que se puede tener.
Tú Samuel, sensible, dulce y cariñoso como tu madre, tu alma rebosa bondad, y tu corazón belleza, desearíais ser la princesa más bella de todos los reinos y a escondidas ruegas por ello.
Y tú mi pequeña Irene, valerosa y fuerte cuál guerrero, tu pecho de acero y tu sangre de hielo, entre las cortinas de tus aposentos veo tu dominio perfecto de la espada y las técnicas de nuestros ancestros, y con odiosos atuendos de tules y sedas te obligas a vestir mas ese no es tu sueño.
Hijos, para nosotros sois perfectos como sois, y no tenéis que avergonzaros ni esconderos nunca más. Desde hoy mismo, haré saber con orgullo y ahínco que queda derogada la ley que hasta este día nos  ha precedido.
 Un nuevo linaje de guerreros y princesas libres y felices comenzará".
Dijo el Rey con lágrimas en los ojos y una enorme sonrisa en su rostro, a su lado, la Reina, asentía dulcemente orgullosa, como toda madre, por sus preciosos hijos.
Los Príncipes dejaron de esconderse, y el pueblo aceptó con normalidad algo que desde tiempos ancestrales venía ocurriendo.

                                                                                                     Inés García Écija


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Cuando seamos olvido

Y si...