El vuelo del petirrojo



Sus ojos…Aquel era el único pensamiento que me ayudaba a no perder el juicio. Pensar en esos ojos azules, tan profundos y limpios que se podían contemplar, en días claros, sus propios pensamientos de inocencia.
Ella estaba tumbada, con aparente placidez, gracias a la gran cantidad de analgésicos que le eran administrados para el dolor, los cuales la dejaban totalmente sedada.
Su cuerpecito, de apenas un metro de largo, se había estado apagando irremediablemente como una vela apunto de consumirse y su tiempo se escurría inevitable entre mis pensamientos.
El dolor me destrozaba por dentro como si una bestia salvaje me arrancara con sus fauces hasta el último resquicio de mi alma.
Una vez más, me decía a mí mismo, sólo quería mirar esos ojos una vez más, pero esta vez ya era demasiado tarde, sus ojos llenos de vida y sueños, de esperanza, esos preciosos ojos añil, habían perdido su brillo transformándose en unos malgastados y opacos trozos de vidrio.
En ese momento una agónica lágrima brotó dolorosa como mil cristales rasgándome la piel, y mi mente, en un desesperado intento de mantener la calma, se aisló entre mis recuerdos.
Dos días antes, justo dos malditos días antes, Celia, aún consciente, jugueteaba en una recién estrenada cama de hospital, rodeada de ramos de chucherías y globos.
Entre sus manos, su ya deteriorado juguete preferido, una pequeña figurita de un petirrojo, tomaba vida, y sus alas desplegadas conseguían alzarse en vuelo gracias a la magia que desprendía mi pequeña, haciendo de su juego algo real.
Un silencio se hizo en la habitación, su juego cesó en seco y su gesto de felicidad tornó tan repentino que me dejó paralizado. La tristeza se empezó a apoderar de su cuerpo, y sus brazos caían lánguidos como ramas partidas. A continuación, empezó a encogerse más y más, formando una burbuja cerrada de melancolía, de lamento.
Acudí a su auxilio todo lo rápido que me dejaron mis temblorosas piernas, y con suavidad le acaricié el cabello. Su frágil cuerpo estaba totalmente entumecido, entonces le alcé suavemente el rostro y su expresión de espanto se me clavó como una daga de frío hielo en el corazón. La miré y como pude le dije.
- ¿Qué es lo que te preocupa tanto como para que interrumpa de esta manera tu juego, mi dulce niña valiente?-.
Mirándome a los ojos, Celia, me dijo:
- Papá ¡mi petirrojo, es mi petirrojo! - gritó angustiada.
-¿Acaso está roto papá?, el sufre, lo sé, no puede volar por más que lo intenta… ¿A caso yo estoy rota, al igual que mi petirrojo, papá y por eso me muero?-
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, y continuó.
-Tengo miedo papá, abrázame muy fuerte y arréglame por favor-.
En un momento de flaqueza, mis ojos comenzaron a humedecerse, pero conseguí contenerme. La abracé todo lo fuerte que pude, y empezamos a mecernos suavemente movidos al compás de nuestros corazones, sincronizándose poco a poco y dando lugar a un único y sólido latido.
En ese momento brotó de mis labios una dulce cantinela. Pasados unos minutos, le pregunté a Celia si le apetecía escuchar un cuento, a lo que ella con una sonrisa asintió. Sabía que no se podía resistir a un cuento, y comencé la historia.

- Había una vez, en una lejana e indómita selva, donde el hombre blanco aún no había conseguido llegar, un paraje fascinante, en el que naturaleza y personas convivían pacíficamente y en armonía.
 Estas personas, eran seres muy especiales, pues al no haber estado en contacto con la tecnología, la única música que percibían sus oídos era el murmullo del viento al acariciar las hojas. No sabían de televisiones, ni teléfonos, pero tampoco los necesitaban.
En ese lugar, casi mágico, vivía nuestro protagonista, un avispado niño de siete años al que todos en la aldea llamaban Miku (nombre que le asignaron al nacer, los chamanes.  Hombres sabios dotados de extraños y mágicos dones,  al que acudían las mujeres y hombres de la aldea para pedir consejo).
Pues bien, Miku vivía en una modesta choza hecha de paja y barro, con su querida abuela  y un hermoso caballo al que curiosamente llamaban Mandla (término que usaban de manera cariñosa para referirse a alguno de sus progenitores).
Miku era un niño curioso,como todos los niños, y un buen día fue a pedir consejo al más anciano y venerado de los chamanes, aquel que un día le dio su nombre, y le preguntó qué había pasado con su madre, y porqué su abuela  pedía que llamara Mandla a su caballo.
El sabio anciano como buen Chamán, ya sabía que ese momento llegaría, y transcurrida una pausa, le pidió al pequeño que se sentase frente a él. Acto seguido, comenzó a relatar una pequeña historia.
“Cuenta la leyenda que cuando un alma abandona su cuerpo, ese alma comienza un viaje, en busca de su nuevo cuerpo.
 Primero se aferra fuertemente a la tierra, esa que un día le dio la vida, esa que con derecho se la quita. Más adelante, formará parte de un animal, pero no de un animal cualquiera, llegada la hora de la transición, la luna se alineará con las tres estrellas más brillantes del cielo, será el momento del cambio, el alma estará preparada por fin, para formar parte de un nuevo animal, el cuál se predestina en el mismo momento del nacimiento.”
El viejo anciano mira al niño, y le hace un gesto para que se retire, éste le obsequia con una carpa recién pescada en el río, y se va corriendo.
Cuando llega a casa, el pequeño mira fijamente a su querido caballo y mientras lo abraza, le susurra Mandla.-“
                                                                       FIN


Al terminar el cuento, Celia, bajó la vista dirigiéndola hacia su pequeña figura, y cogiéndola con dulzura entre sus manos, dijo.
.-Papá, ¡yo voy a ser por fin libre, yo voy a volar!.
Instintivamente nuestros brazos se buscaron, y nos fundimos en un solo cuerpo.
De repente una mano agarró mi hombro, sacudiéndolo con brusquedad, sacándome de mis pensamientos en ese mismo instante y golpeándome nuevamente con la dolorosa realidad.
-Señor, señor…Mi más sentido pésame, siento muchísimo la brusquedad, pero hace rato que le llevamos llamando, y usted estaba totalmente absorto.
 No podemos comunicarnos con su mujer, ya que se encuentra en la habitación contigua, con un grave estado de shock pos traumático, no se preocupe, está en muy buenas manos, señor, está atendida por un grupo de especialistas que se dedican sólo a llevar a este tipo de pacientes. Por eso, señor, por eso es usted el único familiar directo que nos queda para poder firmar el parte de defunción. ¿Me entiende señor?-
En ese momento, con mirada ida, y sin intención de entender, firmé con desgana aquel parte, sólo quería retomar mis pensamientos, para así ocultarme del dolor.
Entre mis manos, el pequeño petirrojo, y en mi mente mi pequeña Celia.
Una cálida luz se abrió paso entre las ramas de aquel frondoso roble, y entrando por la ventana, acarició suavemente mi nuca, desviando nuevamente mi atención, y devolviéndome nuevamente a la realidad.
Mientras las ramas se mecían suavemente con la brisa pasajera, un delicado pajarillo, se posó tímidamente en aquel roído alfeizar de la ventana.
Lo que jamás podré olvidar, es cuando vi que se trataba de un precioso petirrojo, el cuál, clavó su mirada en mí, y tras un repetido batir de alas, abandonó para siempre aquella habitación, tan sutilmente, que nadie más se percató de su aparición excepto yo.
Supe entonces que ese era mi regalo, sólo para mí, el último juego de mi niña, su adiós. 
No pude evitar, después de todo aquello, recordar sus palabras, mientras mis ojos la despedían para siempre.
-Papá, ¡yo voy a ser por fin libre, yo voy a volar!-.

Una leve sonrisa se dibujó en mi rostro, entonces me acerqué a ella y acariciándole el cabello le susurre al oído.
ya eres libre mi pequeño petirrojo, ya eres libre para volar-.

                                                                                                                    Inés García Écija

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cuando seamos olvido

Y si...